La ternura también tiene ladridos.
Ya estoy de vuelta en Argentina. Aterrizando, después de un año intenso y transformador en Bangkok.
Fue una experiencia increíble, de esas que te desacomodan para que algo nuevo pueda crecer. Y como toda despedida, dejó su rastro: recuerdos que se te quedan pegados en el cuerpo, y una gratitud enorme por lo compartido.
Pero no fue la única despedida de estos días.
El domingo 22/6 empezamos a despedirnos de Tomas. Mi perro. El perro de mi familia. El compañero de mi abuela. El guardián de la casa en Ecuador. Un ser lleno de ternura, que con su mirada lograba cualquier cosa y que su mejor premio era el aguacate. Los que lo conocieron saben de lo que hablo: era puro amor.
Y aunque hace años que vivo lejos, desde la distancia traté de estar presente. Creamos rituales sencillos pero sentidos: fotos, meditaciones, llamadas, palabras. Porque sí, yo hablo de despedirnos de los que amamos. También de los animales. Sobre todo de ellos, que nos enseñan a querer sin condiciones y a vivir el presente.
Pero sí hay algo que ayuda: estar juntos. Cuidarnos. Hacernos lugar. Acompañar. Crear una despedida digna. Y eso hicimos. Como pudimos. Con amor, con lágrimas, con silencios también.
Nada te prepara del todo para el momento en que se van. Pero ahí es donde las comunidades de cuidado hacen la diferencia. Estar disponibles, acompañarnos aunque sea con el silencio, mirar el dolor del otro sin querer arreglarlo. Eso es compasión. Eso también es amor.
A Tomas solo me queda decirle gracias. Me vienen imágenes suyas como postales de alegría e inocencia. Sus ladridos, que eran su forma de decir: “estoy acá”, los voy a extrañar. Pero sé que seguimos conectados.
Gracias, compañero. Por tanto amor. Por ser parte de nuestra historia.
Por habernos enseñado tanto sin decir una sola palabra.